martes, 5 de julio de 2011

 mi amigo Alberto Morales

                                                                  Erase una vez un maestro rural…
                                                                             /primera parte/
                                                                                         I
Roselia orozco
                                                                                 Primer encuentro
SENTADO: con su diminuta figura y su inseparable cigarro me aguardaba. Allí estaba Alberto Morales, que en sus textos describe lo mismo la pobreza de los chontales como critica con enojo la corrupción de los líderes coceistas de Juchitán. Allí, sentado frente a mí en un bar celebrando la “prostituida” Día de la Libertad de Expresión, contándome sus experiencias como maestro rural en un casi pueblo de michoacanos en la zona de Tuxtepec. Allí estaba, con la energía que tienen los maestros primerizos encantando con sus historias. SENTADO, tal y como lo vi la primera vez detrás de un escritorio como director del nuevo periódico “Tiempo del Istmo”, hace ya diez año, con la misma mirada y su exquisita picardía.
             Quien lo conozca no negará el don que posee para narrar historias, una cualidad escasa en los periodistas de hoy, porque aunque ésta se adquiera a través de lecturas y los años, se necesita esa “chispa para contar ” dijera alguna vez en una entrevista el escritor Luis Spota. Por supuesto que a 26 años de ejercer el periodismo se le critica muchas cosas, y es válido, pero no se pasará por alto que es fiel al oficio, un oficio que lo obligó con su impertinencia a irrumpir vidas y almas. 26 años en El Universal, casi tres décadas almacenando historias en su memoria, esa que también le recuerda su estadía en Rusia, su candidatura a la diputación por el Partido Comunista, sus viajes de niño a Nanchital, Veracruz con su padre y su trabajo de mozo en un prostíbulo en la adolescencia.
                  Alberto Morales López nació en octubre de 1957, de profesión maestro por el internado de varones en Tenería, Tenancingo, Estado de México. Recién egresado, el sistema lo envió a una congregación de Tuxtepec, constituida por ex pistoleros de Michoacán, Guanajuato y Guerrero, bautizada como Constitución Mexicana, en donde se valoraba más una bala que una vida, donde el maestro era un mero requisito burocrático del Estado. Allí, en medio de la nada terminó a sus escasos 20 años, con todas las esperanzas por transformar el mundo. En ese contexto conoció la realidad de la educación pública, una decepcionante.
             -Entonces entendí que ser maestro es más que vocación, es inversión. La verdad no me gustó ser maestro. Cómo me va gustar tener 60 niños atiborrando un salón de clases y sólo seis bancas. Cómo les iba a enseñar, si tenía niños que sólo hablaban mixe y yo zapoteco, pero eso no lo anotes, me dijo un poco serio, yo sólo asenté con la cabeza a modo de aceptación.
               La tarde seguía consumiéndose entre botanas y bebidas, mi insistencia de que me narrara su primera experiencia como maestro rural en Constitución Mexicana terminó por hartarlo e hizo una pausa.
-Bueno, a petición les contaré de este pueblo, perdido allá entre los límites con Veracruz, allá dónde la vida se perdía hasta por los ladridos de un perro. Lo viví, por eso lo sé, aunque parece un cuento de García Márquez, me cae.
                Llegué con mi orden de maestro al pueblo Constitución Mexicana después de varias horas de camino a pie y en lomo de mula. El pueblo ni siquiera era pueblo, era menos que eso; una polvorienta calle y ni un poste de luz. Emocionado, como todo joven emprendiendo nuevas aventuras lejos de casa, hice un llamado a los padres. Mi presentación fue todo un fracaso, sólo se acercaron algunas mujeres, que no dijeron nada. La noche llegó y con ella la pesada tranquilidad perforada por los ladridos de un perro a lo lejos. El escandaloso ladrido molestó a un vecino del perro y con pistola en mano le pegó dos tiros, nuevamente la tranquilidad. Pasaron unos minutos y tres disparos más se oyeron, otra vez los ladridos de muchos perros. 15 minutos, no tres, sino cinco disparos y más ladridos. Yo, no me moví de mi cama.
                 Al otro día, cuál fue mi sorpresa, en la explana de la escuela tendidos estaban dos cuerpos y dos perros muertos. La gente cuidándolos esperaba a que la autoridad subiera a dar fe. Supe por boca de testigos, que el dueño del primer perro asesinado molesto le dio muerte al que se atrevió a matar a su mascota, por consiguiente el hijo de éste hizo lo propio con el asesino de su padre. Así se arreglaban las cosas en Constitución Mexicana. Esa fue mi bienvenida como maestro rural.


CONTINUARÁ el próximo lunes en EL SUR

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