martes, 21 de diciembre de 2010

La Guerra de Solalinde

Alberto López Morales
     JUCHITÁN, Oax.- Hace 10 años el drama de los indocumentados centroamericanos en su peligroso viaje hacia Estados Unidos de Norteamérica aun no se visibilizaba. Ahora, en su  ruta hacia el norte, cuentan con casas de migrantes donde reciben alimentos, atención médica y recuperan fuerzas para emprender la travesía minada por asaltos, robos, secuestros y la muerte.
     Fue en el mes de marzo del año 2000, hace una década, que conocí al hondureño Donaldo Natarén. Desconozco qué haya sido de su vida, pero cuando estuve frente a él, en la garita migratoria de Salina Cruz, me pareció un joven decidido y audaz, tanto que agobiado por el hambre y sin dinero prefirió entregarse a los agentes de migración para que fuera deportado a la frontera con Guatemala y esperar una nueva oportunidad para cruzar México y llegar a USA.
     “En esta aventura, ¡uno vive por puro milagro de Dios!”, me dijo a manera de saludo. Donaldo Natarén conoció unos días después, a sus paisanos Armando Garmendía Flores, Arturo Zúñiga Montenegro y a Flor Angélica Castro. Los tres habían sido asaltados en el ferrocarril procedente de Tapachula, Chiapas. “Nos robaron la ropa, los tenis y el dinero”, dijeron. A Zúñiga Montenegro, los asaltantes le dieron un machetazo en la cabeza y lo lanzaron desde el tren. Salvó la vida porque recibió el auxilio de las autoridades de Cabestrada, un poblado que pertenece a Zanatepec.
     Los responsables de ese asalto, según los propios centroamericanos eran los llamados “mareros”, conocidos con ese nombre porque pertenecían a la banda de los “mara salva truchas”, de la MS 13, “muy mentada porque son en su mayoría salvadoreños y hondureños que le entran a la droga y que ya estuvieron en la cárceles de Estados Unidos. De ellos se dice que son sanguinarios y violentos”, me aseguró Donaldo Natarén.
     El año 2000 fue trágico para los migrantes. Cuando apenas corría el primer semestre seis centroamericanos habían sido asesinados por salteadores del camino, tres más fallecieron asfixiados en la caja de un tráiler abandonado sobre la carretera Transístmica, cerca de Matías Romero y 22 truncaron el sueño americano, ahogados en la boca barra de San Francisco, en la jurisdicción municipal de Ixhuatán, en la zona oriente del Istmo, luego que la lancha en que viajaban naufragó.
     En esa época, los “sin papeles” guatemaltecos, salvadoreños, nicaragüenses y hondureño llegaba al Istmo de Tehuantepec por la carretera Panamericana, el ferrocarril que en el pasado se conoció como “El Panamericano”, procedente entonces de Tapachula y por mar, en lanchas adaptadas con dos motores donde los “polleros”, subían hasta a 30 personas, entre hombres, mujeres y niños. De acuerdo con estimaciones oficiales, el tráfico de indocumentados centroamericanos redituó a las bandas de polleros, tan solo en los primeros seis meses del año 2000, la cantidad de dos millones de dólares.

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     Tras el paso de 10 años, el drama que viven los migrantes ha tenido más saldos negativos. Los asaltos, robos, secuestros, asesinatos, violaciones de mujeres y extorsiones persisten impunemente. Las atrocidades que sufren en su trayecto hacia el país de los dólares son imputables a salteadores del camino, presuntos policías federales, ministeriales y municipales y al crimen organizado que desplazó a los pandilleros de la mara salvatrucha.
     En su trayecto de Arriaga, Chiapas, a Medias Aguas, Veracruz, los migrantes hallan en Ciudad Ixtepec, Oaxaca, un oasis. Es el albergue “Hermanos del Camino” que todavía construye con denodados esfuerzos el sacerdote Alejandro Solalinde Guerra, integrante de la Comisión de Movilidad Humana de la Conferencia Episcopal Mexicana (CEM).
      La tarea pastoral del párroco Solalinde Guerra no ha sido fácil desde que empezó a construir el albergue “Hermanos del Camino”, a un costado de las vías del tren en Ciudad Ixtepec. A ese albergue, el crimen organizado pretendió infiltrarlo con unos jóvenes centroamericanos que llevan paquetes de marihuana en sus mochilas. Fueron expulsados. La amenaza más grave la vivieron los migrantes y Alejandro Solalinde entre junio y julio de 2008.
     Padres de familia de un barrio ubicado cerca de donde se construyó el albergue, que fueron azuzados por narcomenudistas y la propia autoridad municipales encabezada por el alcalde Gabino Guzmán Palomec, intentaron incendiar las instalaciones del refugio de migrantes. Es esos días de crisis, en Ciudad Ixtepec se vivió un ambiente xenofóbico, racista, discriminatorio e intolerante en contra de los centroamericanos.
     Esa mañana del 25 de junio del 2008, las amas de casa y los padres de familia, azuzados por algunos propietarios de bares, que estaban vinculados con el PRD de Ciudad Ixtepec, encararon al sacerdote Solalinde Guerra. “¡Vamos a quemarlo!”, gritó la señora Juana Luis Enríquez. Entonces el coordinador de la pastoral de Movilidad Humana de la Conferencia del Episcopado Mexicano dio la media vuelta, abrió los brazos en cruz y les dijo: “Aquí estoy, hagan de mí lo que quieran, pero esta casa no cerrará sus puertas”.
     Superficialmente el clima antiinmigrante se gestó porque un nicaragüense identificado como Francisco Alvarado fue acusado de violar a una mexicana menor de edad. En el fondo, la protesta inducida nació porque con el albergue, los “sin papeles” tenían donde descansar y alimentarse y los narcomenudistas, que ofrecían cuartos en hoteles, veían disminuidos sus ingresos por la venta de grapas.
     En los últimos 10 años, más de 50 albergues de migrantes construidos por la iglesia desde el sur de México y hasta la frontera con Estados Unidos, han vivido bajo la amenaza de los grupos armados del crimen organizado. En Orizaba, el clima xenofóbico tuvo éxito y cerró sus puertas. En cambio, en Matías Romero, un centro urbano que fue sede del movimiento ferrocarrilero más importante del istmo de Tehuantepec, la iglesia, bajo la coordinación del sacerdote Ranulfo Pacheco López, abrió el segundo albergue para migrantes en Oaxaca, el 28 de julio de 2008. El refugio tiene el nombre de “Ruchagalú”, en zapoteco, que en español significa ayuda o solidaridad.
    
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     10 años después, el drama de los migrantes centroamericanos ha encontrado eco y se extiende. La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), documentó que tan solo en el primer semestre del año pasado (2009), 10 mil centroamericanos sin papeles fueron secuestrados por bandas criminales, mientras que la Misión mexicana de la Organización Internacional para los Migrantes (OIM), conoció de la voz de los “sin papeles” que “En México, las autoridades, los policías, soldados y marinos nos persiguen, torturan y nos roban el poco dinero que llevamos, los choferes de los buses y taxis nos cobran más de la cuenta y hasta el que maneja el tren nos pide para los chescos (refrescos), según narró el guatemalteco José Vargas, quien sufrió varios asaltos en su ruta hacia Miami.
     El drama no es exclusivo de los migrantes. Alcanza a sus familiares, sobre todo los salvadoreños que expulsados de su país por la dolorosa guerra civil que vivieron entre 1979 y 1991, abandonaron a sus hijos, quienes ahora buscan la reunificación familiar en tierras norteamericanas. En la búsqueda de sus padres, madres, hermanas y hermanos, los salvadores y hondureños se perdieron en el camino. La pista de ellos se perdió en México, muchos en Oaxaca y Chiapas. ¿Qué fue de ellos? ¿Murieron?, ¿Llegaron a su destino final? ¿Se ahogaron en el mar?, ¿Los mataron? Nadie sabe y por eso sus familiares, como María Inés Méndez, que el año pasado tenía 62 años de edad, guardaba la esperanza de hallar viva a su hija Sandra Mabel Sánchez Méndez, quien se fue, justo el Día de las Madres, cuando tenía 20 años de edad, en el 2004.
     Con sus pies agotados, su figura frágil y el pelo encanecido, doña María Inés tuvo fuerzas para salir de El salvador y sumarse a la Caravana organizada por el Comité de Familiares de Migrantes Fallecidos y Desaparecidos que llegó a Ciudad Ixtepec en febrero del año pasado. Con ella venían además otras mujeres de edad avanzada  pero con la esperanza viva, como doña Juliana Figueroa, que me confesó: “todas las noches sueño a mi hijo vivo”. Su hijo, Orlando Rauda Figueroa, había dejado de hablarle desde el año 2000.
     Los integrantes de la caravana, que visitaron el albergue “Hermanos del camino” compartieron ahí, con el sacerdote Solalinde Guerra las amargas lágrimas que durante años bebieron en la soledad de la angustia y la incertidumbre por no saber el paradero de sus familiares y resurgieron  acompañadas del enérgico reclamo al gobierno mexicano a favor de “un trato humano”. Los migrantes no son delincuentes”, dijo Luis Perdomo, coordinador de la caravana de La Esperanza, quien en ese entonces pidió a las autoridades mexicanas la creación de un banco de datos con informes forenses de migrantes fallecidos sin identificar para esclarecer la muerte y desaparición  de más de mil salvadoreños y hondureños, como los 17 salvadoreños que se fueron en el mar sin dejar rastros el 23 de marzo del 2003.
     El camino hacia la reunificación de la familia, por una vida digna, un empleo y un ingreso decoroso está enlutado por las muertes trágicas, como las que cimbraron a los salvadoreños en octubre del 2007, cuando se supo que 13 de sus connacionales fallecieron ahogados en la bocabarra de San Francisco (jurisdicción de San Francisco Ixhuatán), luego de la volcadura de la lancha en que viajaban, durante los días de fuerte y frío viento provocados por la onda tropical número 37 que azotó el sureste del país. De ese naufragio, solamente se salvaron Noemí Estela Martínez Orellana y Walter Alexander Alan, que después fue enjuiciado en El Salvador, por las muertes, acusado de “pollero”.
     Noemí Estela Martínez Orellana sobrevivió al naufragio asida de unos neumáticos, tres días con sus noches en el mar. Cuando la rescató el pescador Juan López, un indígena zapoteco del poblado Cerro Grande que había desafiado la noche negra por la tormenta, estaba totalmente desnuda y la piel de las manos, las piernas, el rostro y la espalda la tenía quemada por el sol, el agua salada y el contacto con la gasolina de un bidón. Ella perdió 25 mil pesos que había pagado como anticipo del viaje que le costaría 50 mil pesos, pero salvó la vida.
     “¡Agua!, ¡agua!, ¡agua!”, era lo único que pedía a esas horas de la noche cuando la encontré gateando en la arena de la playa”, me comentó Juan, el pescador que la rescató, la subió a su hombro, luego a su caballo y la llevó a su vivienda en Cerro Grande, donde le ofreció ropa de su esposa y algo de café. Pocos han tenido la suerte de Martínez Orellana, la de sobrevivir a una muerte segura, en una noche de mar picado, oscura y de tormenta. En julio del año 2000, los pescadores de San Francisco del Mar, Pueblo Nuevo hallaron a 21 centroamericanos ahogados en la misma zona. En ese entonces, solo sobrevivió el guatemalteco Miguel Juan Francisco, quien semanas después falleció en su país. Las noticias que llegaron de aquel país decían que no pudo superar el miedo de verse solo en la inmensidad del mar. Que los espíritus de sus compañeros de viaje nunca lo dejaron en paz.
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     Los peligros, como la muerte y los secuestros que rondan en la ruta de los migrantes también están en la carretera. Recuerdo el caso de los migrantes que fallecieron aplastados en un tráiler que transportaba plátanos. El viaje que los aproximaría a Estados Unidos se interrumpió bruscamente en el oaxaqueño poblado de La Mata. Las tablas del doble fondo del tráiler, que cargaban a más de 50 mujeres, se vencieron y aplastaron a los hombres. En la desesperación por salir, seis indocumentados murieron. Entonces, el pesado camión de la empresa Refrigerados de México, de Baja California, con placas de circulación 860 CG5, cargado a la mitad con cajas de plátanos, paró la marcha sobre el kilómetro 231 de la carretera Transístmica Coatzacoalcos-Salina Cruz y empezó a arrojar ilegales centroamericanos heridos, sofocados y aterrados. La escena fue cruda, dantesca. Sobre la carretera, abajo de la pesada unidad yacían los cuerpos dispersos de seis jóvenes de rostro casi infantil. Cubiertos con chamarras, estaban rígidos. Murieron junto a la esperanza de una vida diferente.
     Con la mirada huidiza y el rostro descompuesto, el guatemalteco y sobreviviente Marvin Marroquín me dijo  entre susurros que ya “la traían chueca”. Que antes que abordaran el tráiler en Ciudad Hidalgo, la panga en que viajaba para cruzar la línea fronteriza por el río Suchiate volcó y como pudo salió a flote. Era necesario para que no perdiera el viaje por el que había pagado 5 mil dólares. Originario de La Nueva Concepción, del departamento de Escuintla, Guatemala, narró que antes de subir al camión, le sobrevino un presentimiento. “Después, en el camino, el clima (aire acondicionado) se apagó dos veces y la gente comenzó a sofocarse”, recordó. Antes de subir al camión, recibió un bote de agua, dos botellas de una bebida energizante y “una pastilla para aguantarse las ganas de ir al baño”. A las mujeres les dieron un pañal.  “Nos dieron el pañal, por si nos daban ganas de ir al baño”, explicó Beatriz Vergivar, también de La Nueva Concepción, quien tenía como destino la ciudad de Washington. Perdió los seis mil dólares que ya había pagado por el viaje, pero salvó la vida.
     En las vías del tren también surge el peligro y la muerte acecha en cualquier momento. No olvido el descarrilamiento de un tren carguero. Era de la empresa Chiapas-Mayab, que después dejó la ruta porque la consideró incosteable ante tantos accidentes por el mal estado de los durmientes y ríeles. El tren, jalado por la máquina 9918, había salido a las 01:00 horas del 13 de mayo de Arriaga, Chiapas, con un cargamento de maíz para Mérida, Yucatán y en el lomo de la bestia viajaban más de 200 centroamericanos. “Sentí que el vagón empezó a bailar, no lo pensé más y salté al monte, cuál fue mi susto cuando abrí los ojos y vi a mis compañeros ensangrentados, heridos. Gracias a Dios salvé la vida", me dijo el nicaragüense Romel Rojas. En el accidente, que ocurrió a las 14:20 horas, cerca del poblado Nizanda, que pertenece a Asunción Ixtaltepec, falleció una persona que fue identificada por su licencia de conducir de Nueva York, con el nombre de Miguel Caballero, nacido el 24 de diciembre de 1960, en Honduras.
     La muerte no necesita estar presente para que el drama de los centroamericanos se convierta en horror. Eso fue lo que experimentaron unos 300 salvadoreños, guatemaltecos y hondureños en la población de Las Palmas, Ixhuatán, el 31 de marzo de 2008, cuando fueron perseguidos, apaleados y vejados sus derechos por elementos de la Armada de México. Fue el último operativo que realizaron los agentes del INM con la Armada de México. “Golpearon saña y brutalidad a los centroamericanos”, denunció en su momento Solalinde Guerra.
     El pueblo de Las Palmas estaba considerado como un oasis en el trayecto de los centroamericanos de Arriaga a Ixtepec. Ahí, si el tren paraba, aprovechaban para ir a pedir agua, tortillas, galletas o panes. Es un pueblo sumido en el absoluto abandono y la marginación. El 31 de marzo, los marinos entraron a la comunidad persiguiendo con armas y toletes a los “sin papeles”.
“Los marinos nunca habían entrado así en el pueblo, persiguiendo con sus armas y macanas a los pobrecitos migrantes. Fue la primera vez y esperamos que no se repita”, me contó doña Adriana Castellanos, vecina de esa localidad. “Nosotros no queremos marinos, pedimos que nos apoyen con la reparación del camino y que nos manden medicinas y doctores para que atiendan la clínica, porque aquí el médico viene cada mes”, me dijo.
     Ubicado 10 kilómetros al sur del municipio de Niltepec, en la región del Istmo, ese pequeño poblado de unos 300 habitantes transpira el miedo e indignación “por la cacería de los migrantes”.
     Asentados entre arbustos espinosos que crecen sobre una tierra árida y pedregosa, los hombres y mujeres que sobreviven del cultivo de melón y maíz, así como de la pesca, se acostumbraron al ingreso de los migrantes por el paso del ferrocarril. “Aquí entraban a comprar agua, otros a pedir comida o simplemente para descansar o bañarse”, relató doña Teresa Ramírez Ojeda, quien dijo que “como madre de un hijo que se fue a buscar trabajo a Estados Unidos, pues les doy lo poquito que tengo”.
     El 31 de marzo, cuando las fuerzas federales ingresaron a la población “los niños se espantaron. Los caballos y becerros se alocaron, querían desatarse por el escándalo y los gritos de mujeres y hombres que corrían para salvarse de los golpes”, narró José del Carmen Velásquez. “Desde esa vez (31 de marzo), el pueblo ya no vive igual.
     A la entrada de la población, a unos 500 metros al norte, está el cruce de las vías del tren. Alrededor de un viejo cuarto pestilente, todavía se observaban las huellas de ese operativo. Botellas de plástico con agua, playeras, faldas, ropa interior, camisas desgarradas, cinturones y antiinflamatorios como Ibuprofeno, así como pastillas anti ulcerosas de ranitidina, seguían regados en el suelo, cuando los mandos marinos, encabezados por el Inspector y almirante Ramón Morales llegaron del Distrito Federal, el ocho de abril, por las quejas que presentó la CNDH.
     En el pueblo, de calles polvorientas y viviendas de mampostería, adobe y palmas, aún temeroso, el hondureño José López Vásquez narró que corrió para salvarse de “los leñazos”. “Encontré unos arbustos y me metí, crucé varias cercas y me quedé a la entrada del pueblo. Esperé la noche y pedí permiso en una casa donde me dormí”, contó.
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     La voz del sacerdote Alejandro Solalinde Guerra ha estado ahí para defender el derecho de los migrantes. “No son delincuentes”, me dice cada vez que le hago una visita al albergue. Casi siempre enfundado en un pantalón y playera blancos, y un crucifijo de madera que le cuelga en el pecho, Solalinde Guerra no se cansa de señalar que mientras el gobierno mexicano no cambie su política migratoria en la frontera sur, a la que califica de xenofóbica, racista y discriminatoria, no tendrá ni una autoridad moral para exigirle al gobierno norteamericano que le otorgue un trato justo a los migrantes mexicanos.
     La molestia del coordinador del programa de Movilidad Humana en la diócesis de Tehuantepec es infinita “ante tantos agravios”, porque me ha dicho insistentemente, no solo es por los asaltos, los secuestros, los asesinatos, las violaciones, sino porque todos esos ilícitos permanecen bajo el manto de la impunidad.
     Solalinde Guerra, quien el 11 de enero de 2007 fue remitido con lujo de fuerza por la policía a la cárcel municipal, junto con 17 centroamericanos porque cometieron “el delito” de organizarse e iniciar la búsqueda de 12 plagiados y que puso al descubierto la existencia de una red de secuestradores que operan en la zona en complicidad con policías de todos los niveles, vive bajo la amenaza permanente, pero vive sin miedo. Han pasado 10 años, cuando el drama de los indocumentados centroamericanos en su peligroso viaje hacia Estados Unidos de Norteamérica aun no se visibilizaba. Ahora, persisten los peligros, crece la impunidad, la muerte acecha, pero lo migrantes tienen voces que salen en su defensa, como la del sacerdote Solalinde, quien libra su propia guerra.
PD
En los momentos que terminaba este texto, escuché el silbido del tren procedente de Arriaga, Chiapas, con destino a Ciudad Ixtepec, como a eso de las 15:00 horas del sábado 14 de febrero. En el lomo de la bestia, jalado por dos locomotoras, una negra marcada con el número 3904 y otra, de color naranja con el número 9407, viajaban dispersos unos 100 centroamericanos y me pregunté si en el camino habrían sufrido algún asalto. Parece que ese el sino de los “sin papeles”





    



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